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Actualidad: Pasión y muerte de José María

En homenaje al centenario del nacimiento de José María Arguedas (Andahuaylas, 18 de enero de 1911), el novelista y poeta arequipeño Cézar Gutiérrez ha desempolvado un artículo donde  revela algunos  instantes decisivos en la vida del gran escritor indigenista. El siguiente texto, publicado hace diez años en la revista Somos, es el retrato de un artista que en medio de sus tormentos forjó la identidad de todos los peruanos, de todas las sangres.

PASIÓN Y MUERTE DE JOSÉ MARÍA

A Emilio Adolfo Westphalen, de Barranco,  y a doña Nelly Arguedas, de Puquio, les dedico, temeroso, estos lisiados y desiguales parágrafos.

DESDE NIÑO QUERÍA MATARSE ENTRE LOS MAIZALES de Puquio. Pero creció. Enfermo, al borde, matando papeles desde la Underwood para no destaparse los sesos. Yawar fiesta, Los ríos profundos, El Sexto y Todas las sangres fueron alejándolo de la muerte. En 1966 ingirió 37 cápsulas de Seconal. La muerte no lo quiso. Cambió de mujer, cambió de universidad, viajó a Santiago y, con los zorros en la alforja, regresó: Obtuve en Chile un revólver calibre 22. Lo he probado. Funciona. Está bien. No será fácil elegir el día, hacerlo. Eligió el día, impulsó el proyectil hacia su cerebro. Ni sectario indigenista ni aculturado: José María Arguedas, pedernal y ternura, murió quemándose en su propio fuego.

EL HOMBRE QUE CAMINA HACIA LA MUERTE viste un terno gris. Cierra suavemente la puerta del baño. La mano diestra se eleva, metálica: el labio del revólver besa su sien derecha, el dedo se crispa, acciona el percutor. La boca del cañón se abre y escupe. El proyectil astilla el hueso, traza surcos caprichosos, avanza y, perdiendo fuerza, muere envolviéndose entre la masa encefálica de un hombre que respira. Su camisa blanca, Van Heusen, enrojece.

INÉDITA DETONACIÓN LA DEL VIERNES 28 de noviembre del 69, cinco y cuarto de la tarde: las tardes en la Universidad Agraria mueren sin disparos. Arguedas, astillado de plomo entre las sienes, ingresa a la Asistencia Médica de Grau y después al piso 13 B del Hospital del Empleado. La trepanación, las punciones para extraerle coágulos de la cavidad intercraneal frenan el derrame, pero el cadáver sigue muriendo: la bala, alojada en las profundidades, se esconde. «No hay signos de recuperación ni actividad cerebral. Ritmo cardiaco espontáneo. Funciones vitales deterioradas» (los médicos). «Es cuestión de horas» (La Tribuna), «Podría convertirse en un ser vegetal» (Ultima Hora). «Todos tenemos algo de culpa» (Expreso). Hasta que el 2 de diciembre, El Comercio informa: «A las 7 de la mañana de hoy y luego de cinco días de agonía, uno de nuestros más profundos novelistas dejó de existir».

ARGUEDAS: la mariposa que nació de tu mano creadora también puede convertir tu cabeza en ceniza.

TODAS LAS PLUMAS

Las cascadas del Perú, que resbalan sobre abismos, son música para quienes saben cantar en quechua. José María Arguedas Altamirano (Andahuaylas, 1911-Universidad Agraria, 1969) escuchaba esas cascadas caminando en París, Berlín, Madrid, México, Montevideo, La Habana. Cargaba una grabadora en el lomo de las mulas subiendo a las punas y alojaba huaynos en 45 r.p.m. en el estómago de los jets que lo llevaban a Europa. En Nueva York, los letreros le parecían idénticos a los castillos que hacía don Amílcar Astoyuro, el maestro pirotécnico de Puquio. Caminando en Viena o Roma se acordaba de Felipe Maywa, ese gran indio viejo de San Juan de Lucanas que le contaba cuentos de aparecidos. A los catorce, leyóLos miserables y después a Melville, Carpentier, Brecht, Onetti, Rulfo, quien en el Guadalajara Hilton le hablaba de igual a igual, no como Carpentier, que le parecía un europeo ilustre en castellano. A Cortázar lo admiraba, pese a que lo atacó con eso de que mejor se entiende la esencia de lo nacional desde las altas esferas de lo supranacional. Cortázar lo atacó desde Life y Arguedas se defendió desde El Comercio. No hablaría así ese García Márquez, que le recordaba tanto a doña Carmen Taripha, de Maranganí, Cusco, contadora de cuentos de zorros y condenados. Ni el gordo Lezama Lima, a quien vio comer en La Habana cual injerto de picaflor con hipopótamo. La última vez que vio a Carlos Fuentes le pareció un albañil que escribe a destajo. Lo mismo pensaría ahora de su amigo Mario Vargas Llosa, a quien acompañó a la selva para filmar Pantaleón. Y después Mario escribiría que lo suyo era una utopía arcaica.

EN LAS CIMAS DE LA DESESPERACION

Antes del percutor, Arguedas se devanaba los sesos buscando la forma de liquidarse con decencia: fascinante preocupación esa de organizar tu propia muerte, José María. Pensabas ahorcarte en Obrajillo, en Canta. Porque, claro, las píldoras producen una muerte macanuda… cuando matan. “Tres lo pueden dormir para siempre”, le había dicho la boticaria la noche del 13 de abril del 66. Y esa noche JMA se metió 37 pastillas de Seconal a causa, entre otras cosas, de los ataques a Todas las sangres formulados por tres «doctores» del IEP (esos que en estas tierras engordan y se hacen amarillos). Hallado exánime en su oficina, la dirección del Museo Nacional de Historia, una urgente traqueotomía en el Hospital del Empleado lo devolvió bajo el cielo panza de asno de Lima. Ya entonces se había separado de Celia Bustamante, su mujer-madre y vivía con una tal Arredondo, pero el encuentro con una zamba gorda, joven, prostituta, le devolvió eso que los médicos llaman «tono de vida».

En lo que dura un orgasmo recuperó el roto vínculo con todas las cosas, pues desde niño vivía con interrupciones, mutilado. Muere su madre Celestina Altamirano (1914) y es lanzado por su madrastra Grimanesa Arangoitía a los indios de Lucanas. Su hermanastro Pablo le tiraba a la cara el plato de comida que preparaba la Fecundacha y él le rezaba a la Virgen para que lo dejara morir al otro lado del río Huallpamayo. Así creció, herido, debilitado por los piojos, recrudeciendo, neutralizado para escribir.

Sin embargo, escribió: a los catorce el cuento Los gallos, ocho años después Warma kuyay y a los treintidós su primera gran novela: Yawar fiesta. Claro que después caerían Diamantes y pedernales (1954), Los ríos profundos (1958), El Sexto (1961), La agonía de Rasu-Ñiti(1962), Todas las sangres (1964) y Amor y mundo y todos los cuentos (1967), pero se mataría al intentar escribir El zorro de arriba y el zorro de abajo, libro terminal que abre, disecciona y expone su necropsia vital y literaria: las píldoras producen una muerte macanuda, cuando matan. Y si no, causan esa pegazón mortal, esa sensación indescriptible: se pelean en tu cuerpo, sensualmente, poéticamente, el anhelo de vivir y el de morir. Y quien está así, mejor es que muera.

Que muera fabricando un artefacto monstruoso e inclasificable -¿novela?, ¿diario?, ¿testamento?- impulsado por los poderosos reactores de la progresión de la muerte: El zorro de arriba y el zorro de abajo traza el espeluznante tránsito de un escritor mutilado que libra un desigual combate con el lodo y las piedras, que son más pesadas cuando caen dentro del pecho, José María querido.

PEDERNAL Y TERNURA

Ciertamente no fue un aculturado: JMA fue un peruano que, orgullosamente, como un demonio feliz, habló en cristiano y en indio, en español y en quechua. Tenía, como todos los serranos, algo de calandria, de víbora, kilincho y pariwana: los efectos del veneno citadino (siempre se sintió un tinki arrancado de su terruño) lo herían como el polvo amarillo del moscardón que suelda los huesos: el 2 de diciembre de 1969, a las siete de la mañana, ingresó por la ventana del Hospital del Empleado el huayronqo, ese insecto volador que lleva en sus patas el germen de la muerte y goza al aterrizar sobre los cadáveres, regándoles su polvo de cementerio.

Dicen que en su entierro cantaron la Internacional y en lugar de flores de kantu lo envolvieron con las banderas de Cuba y Vietnam. Seguro, pues. Pero esa tarde, apuñalada de celajes, las montañas del Perú se alinearon caprichosamente en quebradas hondas como la muerte y este trozo de tierra empezó a danzar al ritmo de la tinya de Huatyacuri, el héroe dios con traza de mendigo que descendió en forma del poeta Arguedas y voló hasta el sol para beberlo.

José María: la mariposa que nació de tu mano creadora ha convertido tu cabeza en otro planeta de fuego.

LA HERIDA EN EL TIEMPO

(FOTO: LA CAMISA ENSANGRETADA DE JMA):

Dos vigilantes recuerdan el fatídico suceso. Nelly Arguedas conserva la última camisa que usó su hermano.

– Doña Nelly Arguedas (Puquio, 1929) anduvo 28 años tratando de conocer a su hermano. En 1957 ella era una profesora de secundaria en Barrios Altos y su hermano paterno era un célebre escritor que vivía con una chilena en Chaclacayo. Hasta que una mañana lo halló en el Museo de Arqueología y se abrazaron llorando. Doña Nelly Arguedas vive en el número 154 del pasaje José María Arguedas, Villa Los Angeles, Los Olivos. En su sala tiene fotos, la taza de barro de José María y un relicario: su primer diccionario Sopena, estampillas, recibos de luz, el reloj ruso que llevaba en la mano que detonó el revólver. Extiende la camisa Van Heusen que recibió todas las sangres de su hermano el viernes 28 de noviembre de 1969. Y se desgarra.

– En 1969, Rolando Jáuregui (abajo, izquierda) tenía 27 años y era guardián en la Universidad Agraria. La tarde del 28 de noviembre escuchó un disparo: están cazando palomas, le dijo a Jesús Gonzales (arriba), entonces de 25, jardinero que se anudaba los chuzos para jugar fulbito. Jáuregui ingresa casualmente al baño de Sociales y halla a un hombre tendido, mirando al techo (al cielo). La mano izquierda en el estómago. Jáuregui busca otro baño, pero los bramidos del interior lo llaman. Titubea. Retorna. Abre violentamente la puerta: el hombre presenta un aspecto difuso: no se dobla. Los ojos inyectados, la boca intermitente. Resopla. Jáuregui sale, es el doctor Arguedas, grita. Cuatro estudiantes en short entran al baño, Gonzales vuela hacia Servicios Generales buscando un auto. Los estudiantes levantan el cuerpo del doctor, lo estiran en la pick up. Treinta años después, lo ven todos los días rotonda inmortalizado en metal.

Escribe: Czar Gutiérrez Rivas

Publicado en  Somos – El Comercio – 04. Dic. 1999



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